
Un poco de
Historia
En el corazón de Castilla, donde la meseta se doblega ante las primeras estribaciones de la Sierra de Ayllón, se alza Riaza, un pueblo que guarda, como pocos, el equilibrio perfecto entre historia, tradición y naturaleza. A 1.190 metros de altitud, esta villa segoviana es un remanso de piedra, hayedos y cielos infinitos, un lugar donde el tiempo parece detenerse entre soportales centenarios y ermitas que susurran leyendas.
Turismo
Todo comienza en su Plaza Mayor, un espacio único en España. Un coso con alma. Dividida en dos por el Ayuntamiento —monumental edificio del siglo XVIII coronado por una torre de hierro forjado que evoca, en modestia y elegancia, a la Torre Eiffel—, la plaza conserva el eco de su pasado como ruedo de toros. Las gradas de piedra, los barandales de hierro y los soportales con columnas de madera o granito dibujan un escenario que ha sido, durante siglos, el corazón de la vida riazana. Aquí se celebraban mercados, encierros, bailes y hasta ajusticiamientos —la picota, hoy desaparecida, ocupaba el centro de la elipse—.
Bajo los soportales, las casas solariegas del XVIII, con sus blasones y tejados de teja cóncava, alternan con viviendas tradicionales de cal y canto. Un microcosmos donde la historia se palpa en cada detalle, desde la farola decimonónica que iluminó las noches del pueblo hasta la capilla barroca escondida tras una fachada blasonada.
Tras el Ayuntamiento, la iglesia de Nuestra Señora del Manto despliega su sobria elegancia neoclásica, aunque esconde en su interior un legado artístico inesperado. El retablo mayor, del siglo XVII, con lienzos atribuidos a Diego Valentín Díaz, convive con un Cristo gótico y una conmovedora Piedad renacentista. Pero el verdadero tesoro es su Colección de Arte Sacro, un museo que reúne piezas de siete localidades: desde la Virgen del Manto (siglo XIII) hasta tenebrarios y custodias de plata que brillan con l[...]
Todo comienza en su Plaza Mayor, un espacio único en España. Un coso con alma. Dividida en dos por el Ayuntamiento —monumental edificio del siglo XVIII coronado por una torre de hierro forjado que evoca, en modestia y elegancia, a la Torre Eiffel—, la plaza conserva el eco de su pasado como ruedo de toros. Las gradas de piedra, los barandales de hierro y los soportales con columnas de madera o granito dibujan un escenario que ha sido, durante siglos, el corazón de la vida riazana. Aquí se celebraban mercados, encierros, bailes y hasta ajusticiamientos —la picota, hoy desaparecida, ocupaba el centro de la elipse—.
Bajo los soportales, las casas solariegas del XVIII, con sus blasones y tejados de teja cóncava, alternan con viviendas tradicionales de cal y canto. Un microcosmos donde la historia se palpa en cada detalle, desde la farola decimonónica que iluminó las noches del pueblo hasta la capilla barroca escondida tras una fachada blasonada.
Tras el Ayuntamiento, la iglesia de Nuestra Señora del Manto despliega su sobria elegancia neoclásica, aunque esconde en su interior un legado artístico inesperado. El retablo mayor, del siglo XVII, con lienzos atribuidos a Diego Valentín Díaz, convive con un Cristo gótico y una conmovedora Piedad renacentista. Pero el verdadero tesoro es su Colección de Arte Sacro, un museo que reúne piezas de siete localidades: desde la Virgen del Manto (siglo XIII) hasta tenebrarios y custodias de plata que brillan con luz propia.
Riaza es tierra de ermitas, cada una con su propia historia. La de San Juan, al norte del pueblo, se alza sobre lo que fue un cementerio medieval —la cruz de 1553 y las lápidas aún lo delatan—. La de San Roque, en el parque de El Rasero, nació como promesa tras la peste de 1599 y guarda un humilde pero exquisito retablo barroco. Y, a 4,5 km, en lo alto de un robledal, la ermita de Hontanares (1606) custodia una talla románica de la Virgen y es escenario de romerías que hunden sus raíces en lo más profundo de la tradición castellana.
Desde aquí, el mirador de Peña Llanas regala una de las vistas más espectaculares de la región: las hoces del Riaza burgalés, el pico Grado (límite con Guadalajara), Somosierra y, en días claros, hasta los lejanos Picos de Urbión en Soria.
Pero Riaza no sería Riaza sin su entorno. A apenas 9 km, el hayedo de La Pedrosa, en el puerto de la Quesera, es un bosque de cuento que en otoño estalla en ocres y dorados. Más cerca, el embalse de Riofrío invita a la pesca y al paseo en barca. Y en invierno, la estación de esquí de La Pinilla —propiedad del Ayuntamiento— convierte la sierra en un paraíso blanco.
Riaza no es un pueblo museo. Es un lugar vivo, donde las piedras hablan de mercados, pestes y romerías, donde el olor a leña y asado se mezcla con el aire de la sierra. Un rincón de Segovia que, como el curso serpenteante del río que le da nombre, fluye entre historia y naturaleza sin prisa, pero sin pausa. Para descubrirlo, basta perderse por sus calles, sentarse en sus gradas al atardecer o seguir el vuelo de un buitre sobre las hoces. La esencia de Castilla, en estado puro.
Gastronomía
Hay lugares que se descubren con los ojos, pero que se conquistan con el paladar. Riaza, esa joya serrana de Segovia, es uno de ellos. Aquí, la gastronomía no es un simple acompañamiento al paisaje de piedra rojiza y aire puro; es un ritual, una tradición que se transmite de generación en generación, un motivo más para perderse por sus calles empedradas y quedarse, con el alma y el estómago, prendado.
Fuego, leña y maestría, ingredientes de lujo en una cocina con alma. El aroma a leña quemada guía los pasos del viajero. En los asadores de Riaza, el cordero —sazonado solo con agua y sal— se doraba lentamente en hornos centenarios, desprendiendo una fragancia que es pura esencia de Castilla. Pero no es el único soberano de estas tierras: el cochinillo segoviano, con su piel crujiente y carne sedosa, ha obtenido la preciada Marca de Garantía, un sello que certifica su excelencia desde el origen hasta el plato. Pocas sensaciones colman más el apetito y la dicha que saborear una excelsa pieza de asado elaborada con tanta dedicación y mimo, pero en Riaza es el día a día.
Las brasas también dan vida a otras delicias: chuletas de cordero con el sello ahumado de la parrilla, truchas de río recién pescadas, congrio rebozado… Y, entre fogones, surgen creaciones innovadoras que demuestran que la cocina de Riaza, aunque anclada en la tradición, no teme a la modernidad.
Pero qué sería de un banquete sin su broche final. En Riaza, los postres [...]
Hay lugares que se descubren con los ojos, pero que se conquistan con el paladar. Riaza, esa joya serrana de Segovia, es uno de ellos. Aquí, la gastronomía no es un simple acompañamiento al paisaje de piedra rojiza y aire puro; es un ritual, una tradición que se transmite de generación en generación, un motivo más para perderse por sus calles empedradas y quedarse, con el alma y el estómago, prendado.
Fuego, leña y maestría, ingredientes de lujo en una cocina con alma. El aroma a leña quemada guía los pasos del viajero. En los asadores de Riaza, el cordero —sazonado solo con agua y sal— se doraba lentamente en hornos centenarios, desprendiendo una fragancia que es pura esencia de Castilla. Pero no es el único soberano de estas tierras: el cochinillo segoviano, con su piel crujiente y carne sedosa, ha obtenido la preciada Marca de Garantía, un sello que certifica su excelencia desde el origen hasta el plato. Pocas sensaciones colman más el apetito y la dicha que saborear una excelsa pieza de asado elaborada con tanta dedicación y mimo, pero en Riaza es el día a día.
Las brasas también dan vida a otras delicias: chuletas de cordero con el sello ahumado de la parrilla, truchas de río recién pescadas, congrio rebozado… Y, entre fogones, surgen creaciones innovadoras que demuestran que la cocina de Riaza, aunque anclada en la tradición, no teme a la modernidad.
Pero qué sería de un banquete sin su broche final. En Riaza, los postres son pequeñas obras de arte conventuales y populares. Los amarguillos, con su equilibrio perfecto entre dulce y almendra, siguen una receta local que los hace únicos. También las tortas de chicharrones, que se deshacen en la bocade una manera delicada y sutil, mientras que las tortas sobadas —especialmente veneradas en Semana Santa— son un tributo a la harina, la manteca y el cariño puesto al amasar. Al final, la repostería de Riaza encuentra adeptos por doquier cuidando los pequeños detalles, donde el sabor y los ingredientes humildes se topan con la paciencia y buen hacer en los obradores y cocinas del pueblo.
La gastronomía aquí baila al ritmo de las estaciones y las fiestas. En Navidad, el besugo y el cordero asado comparten mesa con las castañas cocidas con anís, cuyo perfume se mezcla con el humo de la lumbre, creando una atmósfera puramente embriagadora, casi se puede comer el aire. San Blas trae el bacalao en caldereta y la careta de cerdo, adobada y lentamente cocida. La Semana Santa huele a canela y vino clarete: es el tiempo de las torrijas y la limonada, esa bebida ancestral que se deja reposar al aire libre, capturando el alma de la primavera.
Y luego está San Juan, con sus hogueras y el chocolate espeso acompañado de bizcochos; o las romerías de Hontanares, donde las chuletas a la parrilla y la tortilla de patatas se disfrutan bajo la sombra de los árboles. Incluso en las Fiestas Patronales, el jueves se convierte en una fiesta colectiva alrededor de una caldereta de toro de lidia, mientras las botas de vino pasan de mano en mano.
Riaza no se visita; se saborea. Cada plato es un relato de historia, de esfuerzo, de amor por lo bien hecho. Aquí, el acto de comer trasciende lo cotidiano: es un regreso a lo auténtico, a los sabores que ya no se encuentran en cualquier parte. Porque, después de todo, ¿qué mejor manera de recordar un lugar que a través del gusto? La mesa está puesta. ¿Te atreves a sentarte?
