Escudo de Alhaurín el Grande

Un poco de
Historia

Entre el murmullo de los cítricos y el susurro de la historia, apenas treinta kilómetros separan la efervescencia mediterránea de Málaga de la serenidad perfumada de Alhaurín el Grande, un pueblo blanco que se derrama como cal por las laderas de la Sierra de Mijas. Aquí, donde el Valle del Guadalhorce despliega su tapiz de huertas y olivares, el tiempo se mide en siglos de civilizaciones: fenicios que extrajeron plata, romanos que tallaron Lauro Nova en capiteles, y árabes que bautizaron estas tierras como Alhaur ("los del valle"). Hoy, el municipio es un equilibrio raro y exquisito: tradición arraigada en adoquines y ermitas, y modernidad que asoma en teatros vanguardistas como el Antonio Gala.

Turismo

Imagen Alhaurín el Grande

El alma de Alhaurín late en sus plazas encadenadas, donde la piedra cuenta historias, cada una un capítulo distinto. La Plaza Baja, dominada por la Iglesia de la Encarnación, es un libro abierto de arquitectura: su fachada renacentista, su torre barroca y su interior neoclásico resumen cinco siglos de devoción. A unos pasos, la Plaza del Convento despliega su andalucismo más auténtico: terrazas donde sirven pescaíto frito junto a la Ermita de la Santa Vera Cruz, cuyo drama histórico (104 víctimas en 1810 por una explosión francesa) contrasta con la placidez del mirador del Ayuntamiento, flanqueado por columnas romanas.
Pero es en la Plaza Alta, austera y sombreada, donde el viajero debe detenerse. Sin monumentos que la adornen, invita a un café cortado y a escuchar el rumor de las fuentes, ese sonido que Federico García Lorca hubiera convertido en poema.
Siguen vigentes las huellas de Al-Andalus. Los amantes de lo arcano encontrarán joyas como el Arco del Cobertizo, último vestigio de la muralla árabe, o la Torre de Urique, atalaya musulmana que vigila el valle. Pero son los molinos los que mejor narran la identidad agrícola del pueblo: El Molino de la Paca, con 120 años, sus muelas de piedra aún enseñan el arte del aceite de oliva virgen extra, oro líquido de la comarca. O el Molino Morisco de los Corchos, único en España dedicado a fabricar tapones de corcho, con su maquinaria hidráulica del siglo XV aún operativa. No menos evocadora es la [...]

El alma de Alhaurín late en sus plazas encadenadas, donde la piedra cuenta historias, cada una un capítulo distinto. La Plaza Baja, dominada por la Iglesia de la Encarnación, es un libro abierto de arquitectura: su fachada renacentista, su torre barroca y su interior neoclásico resumen cinco siglos de devoción. A unos pasos, la Plaza del Convento despliega su andalucismo más auténtico: terrazas donde sirven pescaíto frito junto a la Ermita de la Santa Vera Cruz, cuyo drama histórico (104 víctimas en 1810 por una explosión francesa) contrasta con la placidez del mirador del Ayuntamiento, flanqueado por columnas romanas.
Pero es en la Plaza Alta, austera y sombreada, donde el viajero debe detenerse. Sin monumentos que la adornen, invita a un café cortado y a escuchar el rumor de las fuentes, ese sonido que Federico García Lorca hubiera convertido en poema.
Siguen vigentes las huellas de Al-Andalus. Los amantes de lo arcano encontrarán joyas como el Arco del Cobertizo, último vestigio de la muralla árabe, o la Torre de Urique, atalaya musulmana que vigila el valle. Pero son los molinos los que mejor narran la identidad agrícola del pueblo: El Molino de la Paca, con 120 años, sus muelas de piedra aún enseñan el arte del aceite de oliva virgen extra, oro líquido de la comarca. O el Molino Morisco de los Corchos, único en España dedicado a fabricar tapones de corcho, con su maquinaria hidráulica del siglo XV aún operativa. No menos evocadora es la Fuente Lucena, de doce caños, donde las mujeres llenaban cántaros y hoy los turistas buscan frescor.
Alhaurín es puerta hacia lo salvaje. A quince minutos, el Barranco Blanco (Coin) sorprende con cascadas y pozas de agua turquesa, ideales para un picnic entre chopos. Más allá, el Parque Nacional Sierra de las Nieves —reserva de la biosfera— despliega bosques de pinsapos (abetos únicos en Europa) y senderos como la Ruta de la Fuente del Acebuche, donde el aire huele a tomillo y romero.
Y para quienes añoren el mar, las playas de la Costa del Sol —Marbella, Torremolinos— aguardan a solo 20 km, pero con una certeza: al regresar, el abrazo de la sierra y el olor a pan recién horneado del Museo del Pan recordarán que lo auténtico estaba aquí.
Declarada de Interés Turístico Nacional, la Semana Santa de Alhaurín es un duelo de cofradías: los verdes de la Santa Vera Cruz frente a los morados de San Sebastián, cuyas procesiones iluminan las calles con cirios y saetas.
Para reponer fuerzas, nada como un plato de migas con chorizo en alguna tasca de la Plaza del Convento, o un ajo blanco en el Mercado de Mayoristas —el último activo en Málaga—, donde los agricultores venden mango de la Axarquía y almendras tostadas.
Porque aquí, la historia no está en vitrinas, sino en el tacto de las piedras del castillo de la Reina, en el olor a masa del Museo del Pan, en el silencio de las Cuevas del Convento. Porque es refugio de viajeros que huyen del resort, pero también de malagueños que saben que el Guadalhorce esconde, en este pueblo, su rincón más culto y sosegado.
Alhaurín el Grande no se visita: se descubre, se saborea y, al final, se añora.
 

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Gastronomía

Imagen Receta

Hay pueblos que no solo se ven, se huelen. Alhaurín el Grande es uno de ellos. Desde que el primer aroma a pan cateto recién horneado te envuelve al cruzar sus calles empedradas, comprendes que aquí la gastronomía no es un complemento, sino el alma misma del lugar. Un viaje a los sabores profundos de Andalucía, donde lo humilde se convierte en sublime.
No es solo pan. Es tradición hecha miga dorada, crujiente y esponjosa a partes iguales. El pan cateto de Alhaurín, el pan que conquistó Málaga —oscuro, rústico, de masa densa y aroma a trigo antiguo— es leyenda viva. Se amasa con paciencia, se hornea en leña y se busca desde la capital malagueña como un tesoro. Pero este es solo el principio.
En las mañanas frías de invierno, las abuelas alhaurinas reviven el ritual de las sopas cachorreñas: un caldo espeso de pan, ajo, huevo y bacalao —o sardinas en verano— que alimenta el cuerpo y el espíritu. Cada 15 de mayo, el Día de las Cachorreñas en la Barriada de San Isidro convierte este plato en fiesta. Porque, y esto es verdad, hay sopas que son abrazos. Abrazos a la tradición, a los sabores de casa, con las cocinas de toda la vida, de mandil y fogón siempre a punto.
Pero, ¡hay más!: las sopas poncima —con su caldo de hierbas—, los mojetes (donde el bacalao se mezcla con tomate, cebolla y el toque ácido de la naranja), o las migas, humildes pero nobles, que aquí se aco[...]

Hay pueblos que no solo se ven, se huelen. Alhaurín el Grande es uno de ellos. Desde que el primer aroma a pan cateto recién horneado te envuelve al cruzar sus calles empedradas, comprendes que aquí la gastronomía no es un complemento, sino el alma misma del lugar. Un viaje a los sabores profundos de Andalucía, donde lo humilde se convierte en sublime.
No es solo pan. Es tradición hecha miga dorada, crujiente y esponjosa a partes iguales. El pan cateto de Alhaurín, el pan que conquistó Málaga —oscuro, rústico, de masa densa y aroma a trigo antiguo— es leyenda viva. Se amasa con paciencia, se hornea en leña y se busca desde la capital malagueña como un tesoro. Pero este es solo el principio.
En las mañanas frías de invierno, las abuelas alhaurinas reviven el ritual de las sopas cachorreñas: un caldo espeso de pan, ajo, huevo y bacalao —o sardinas en verano— que alimenta el cuerpo y el espíritu. Cada 15 de mayo, el Día de las Cachorreñas en la Barriada de San Isidro convierte este plato en fiesta. Porque, y esto es verdad, hay sopas que son abrazos. Abrazos a la tradición, a los sabores de casa, con las cocinas de toda la vida, de mandil y fogón siempre a punto.
Pero, ¡hay más!: las sopas poncima —con su caldo de hierbas—, los mojetes (donde el bacalao se mezcla con tomate, cebolla y el toque ácido de la naranja), o las migas, humildes pero nobles, que aquí se acompañan con uvas o granada. Incluso el gazpacho tiene su versión invernal: sin tomate, pero con naranjas, lechuga e higos secos, un guiño al ingenio de la cocina de aprovechamiento, donde los hogares humildes sacaban partido de todos los productos que entraban por su puerta.
Pasear por las huertas de Alhaurín es un regalo para los sentidos: naranjas que estallan en dulzor, aguacates cremosos y frescos, granadas como rubíes, y tomates que saben a sol. Estos productos —junto a las aceitunas aloreñas con D.O.P., aliñadas con hierbas locales— son la base de una dieta mediterránea que se vive, no se sigue. Gracias a su huerta, Alhaurín el Grande vertebra una gastronomía noble, donde el sabor nunca está reñido con la cantidad y la calidad habla por sí sola.
Y luego están los embutidos: chorizos curados al aire de la sierra, morcillas con matices de canela, jamones que se deshacen… Todo artesano, todo con el sello de las manos que aún trabajan como antaño. Porque, si bien los productos procedentes del cerdo son un básico en las despensas de infinidad de pueblos de nuestro país, aquí la dedicación y el esmero son la norma. Como resultado, obtenemos unos embutidos de categoría. Listos para acompañar otras recetas o para saborear con una buena rebanada de pan cateto.
Si miramos a la repostería, casi tocamos el cielo en un bocado. Aquí, lo dulce es casi una religión. Los bollos de aceite, esponjosos y ligeros; los roscos de huevo, crujientes y vanidosos; las tortas de aceite que se deshacen en la boca… Y las torrijas de batata y miel, un prodigio donde el pan viejo renace empapado en dulzor. Mención aparte merece el pan de higo, un manjar morisco que resume la esencia de esta tierra: higos secos, almendras y especias, prensados con mimo. Y las polcas, empanadillas de hojaldre que esconden sorpresas de cabello de ángel o crema.
En las colmenas de Alhaurín, las abejas trabajan sin prisa. Su miel —espesa, floral— endulza postres y calma gargantas. Y en las bodegas familiares, aún se elabora vino como hace siglos: robusto, honesto, para acompañar una tabla de queso o una tarde de conversación y risas con la Sierra de Guadalhorce de telón de fondo como marco incomparable.
Comer en Alhaurín el Grande es viajar en el tiempo. Es entender que un mojete no es solo bacalao con tomate, sino la memoria de los pescadores que lo salaban; que una aceituna aliñada guarda el secreto de las abuelas, y que el pan cateto lleva dentro el sudor de los hornos de leña.
Aquí, cada bocado tiene un porqué. Y ese porqué es la razón por la que, después de probarlo, uno ya no quiere irse. ¿A qué esperas para perderte —y encontrarte— en su mesa?
 

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Información


Juego

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Restaurantes

Bar Restaurante La Higuera 952 49 10 94 952 49 10 94
Bodega Ancar 664 50 71 52 664 50 71 52
Mucho Más Restaurante 711 03 04 69 711 03 04 69
Vóguem 951 54 40 37 951 54 40 37

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