Escudo de Alcázar de San Juan

Un poco de
Historia

En el corazón de La Mancha, donde el horizonte se pierde entre campos de cereal y molinos que dibujan siluetas contra el cielo, se alza Alcázar de San Juan. Un lugar donde cada piedra, cada plaza, cada murmullo del viento parece susurrar historias de caballeros, hidalgos y siglos entrelazados. Aquí, el pasado no es solo memoria; es una presencia viva que invita a ser descubierta

Turismo

Imagen Alcázar de San Juan

Todo viajero que llega a Alcázar busca, tarde o temprano, las huellas de Miguel de Cervantes. Y la ciudad no defrauda. En la Iglesia de Santa María la Mayor, un documento amarillento custodiado como un tesoro revela un nombre y una fecha: "Miguel, hijo de Blas de Cervantes Saavedra... 9 de noviembre de 1558". Es la partida de bautismo que, según muchos, pertenece al genio de las letras españolas. El bibliotecario real Blas de Nasarre lo dejó escrito al margen en el siglo XVIII: "Este fue el autor de la Historia de don Quixote".

La pila donde supuestamente fue bautizado aún permanece allí, en un templo que es un mosaico de siglos: restos visigodos, un ábside románico, yeserías mudéjares y el barroco dorado del Camarín de la Virgen. A su lado, el Torreón del Gran Prior, vestigio almohade del siglo XIII, vigila la ciudad con su aire guerrero. Fue testigo de esplendor y decadencia, de los hospitalarios de San Juan y de las cicatrices de la Guerra Civil que borraron sus retablos. Pero su piedra sigue en pie, desafiando al tiempo.

No hace falta mucha imaginación para entender por qué Cervantes —o su alma— encontró aquí inspiración. Basta subir al cerro de los molinos al atardecer, cuando la luz baña las aspas y la llanura se tiñe de oro. Estos gigantes de blanco impoluto, donde aún se celebran moliendas tradicionales, son la esencia del paisaje quijotesco.

Y para sumergirse en el mundo de los hidalgos, nada como el Museo Casa del Hid[...]

Todo viajero que llega a Alcázar busca, tarde o temprano, las huellas de Miguel de Cervantes. Y la ciudad no defrauda. En la Iglesia de Santa María la Mayor, un documento amarillento custodiado como un tesoro revela un nombre y una fecha: "Miguel, hijo de Blas de Cervantes Saavedra... 9 de noviembre de 1558". Es la partida de bautismo que, según muchos, pertenece al genio de las letras españolas. El bibliotecario real Blas de Nasarre lo dejó escrito al margen en el siglo XVIII: "Este fue el autor de la Historia de don Quixote".

La pila donde supuestamente fue bautizado aún permanece allí, en un templo que es un mosaico de siglos: restos visigodos, un ábside románico, yeserías mudéjares y el barroco dorado del Camarín de la Virgen. A su lado, el Torreón del Gran Prior, vestigio almohade del siglo XIII, vigila la ciudad con su aire guerrero. Fue testigo de esplendor y decadencia, de los hospitalarios de San Juan y de las cicatrices de la Guerra Civil que borraron sus retablos. Pero su piedra sigue en pie, desafiando al tiempo.

No hace falta mucha imaginación para entender por qué Cervantes —o su alma— encontró aquí inspiración. Basta subir al cerro de los molinos al atardecer, cuando la luz baña las aspas y la llanura se tiñe de oro. Estos gigantes de blanco impoluto, donde aún se celebran moliendas tradicionales, son la esencia del paisaje quijotesco.

Y para sumergirse en el mundo de los hidalgos, nada como el Museo Casa del Hidalgo. Entre muebles de roble y enseres del siglo XVI, uno casi espera oír el crujir de la armadura de Alonso Quijano. Las calles, además, están sembradas de guiños literarios: estatuas, azulejos con pasajes de la novela, placas que rinden homenaje a personajes reales que quizás poblaron sus páginas.

Pero Alcázar no es solo letras y leyendas. A pocos kilómetros, el Complejo Lagunar —Reserva de la Biosfera— despliega un espectáculo de vida: flamencos rosados, garzas, grullas y esa planta única, el limonium, que parece brotar de un cuento. Para los amantes del ciclismo, la Ruta a las Tablas del Záncara ofrece un paseo entre humedales donde el cielo se refleja en el agua.

Y luego está el vino. La Feria de los Sabores y el Concurso Regional de Vinos —donde mil catas a ciegas deciden el mejor caldo— son celebraciones que homenajean la tradición vinícola de La Mancha. No en vano, el ferrocarril del siglo XIX trajo consigo el auge de las bodegas, cuyas fachadas modernistas aún adornan el casco urbano.

Alcázar sabe celebrar su historia con fiestas que son auténticas obras de arte vivas. El Carnavalcázar, en plena Navidad, es el carnaval más tardío de España, un derroche de máscaras y satíricas coplillas. En junio, los Moros y Cristianos llenan las calles de color y
 
Lo más admirable de Alcázar es su capacidad de acoger. Ya sea en una ruta teatralizada entre misterios medievales, en un paseo a caballo por la llanura o en una cata de vinos, la ciudad se adapta a cada viajero. Incluso a quienes llevan mascotas o necesitan accesibilidad. Porque aquí, como en los versos de Cervantes, lo importante es que "el camino siempre es mejor que la posada".
Alcázar de San Juan no es un destino; es una invitación a perderse en el tiempo, a creer, aunque sea por un instante, que los molinos son gigantes y que, tras la próxima esquina, aguarda una aventura.
 

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Gastronomía

Imagen Receta

Hay lugares donde la tierra no solo se pisa, se saborea. Alcázar de San Juan es uno de ellos. Aquí, entre llanuras infinitas y cielos que se pierden en el horizonte, la gastronomía no es simple alimento; es memoria viva, herencia de siglos tejida con sudor, frugalidad y amor por lo auténtico. Un lugar donde la cocina se entiende como un verdadero legado. Estos sabores no se inventaron: se heredaron.


En los fogones alcazareños late el eco de los pastores que guiaban sus rebaños bajo el sol inclemente, de las manos callosas que sembraban la tierra y convertían lo escaso en abundante. Cada plato es un capítulo de esa historia, y no hay mejor comienzo que uno de sus emblemas: las migas de pastor. Humildes migajas de pan transformadas en manjar por el aceite dorado y el ajo, hablan de noches frías y amaneceres largos.


Los duelos y quebrantos, con su mezcla de huevos, chorizo y sesos, narran el ingenio de quienes no desperdiciaban nada. Conocido internacionalmente por aparecer referencias de él en el libro de Don Quijote de la Mancha, hoy en día es muy popular en los restaurantes de la región, donde suele servirse en cazuela de barro. También austera pero reconfortante, la ensalá de limón, era el tentempié que devolvía fuerzas a los jornaleros a media mañana. Aceite, huevo, sal, agua, cebolla, comino y sobre todo el limón son los ingredientes de uno de los platos más típicos de Alcázar de San Juan. 


Como un auténtico guar[...]

Hay lugares donde la tierra no solo se pisa, se saborea. Alcázar de San Juan es uno de ellos. Aquí, entre llanuras infinitas y cielos que se pierden en el horizonte, la gastronomía no es simple alimento; es memoria viva, herencia de siglos tejida con sudor, frugalidad y amor por lo auténtico. Un lugar donde la cocina se entiende como un verdadero legado. Estos sabores no se inventaron: se heredaron.


En los fogones alcazareños late el eco de los pastores que guiaban sus rebaños bajo el sol inclemente, de las manos callosas que sembraban la tierra y convertían lo escaso en abundante. Cada plato es un capítulo de esa historia, y no hay mejor comienzo que uno de sus emblemas: las migas de pastor. Humildes migajas de pan transformadas en manjar por el aceite dorado y el ajo, hablan de noches frías y amaneceres largos.


Los duelos y quebrantos, con su mezcla de huevos, chorizo y sesos, narran el ingenio de quienes no desperdiciaban nada. Conocido internacionalmente por aparecer referencias de él en el libro de Don Quijote de la Mancha, hoy en día es muy popular en los restaurantes de la región, donde suele servirse en cazuela de barro. También austera pero reconfortante, la ensalá de limón, era el tentempié que devolvía fuerzas a los jornaleros a media mañana. Aceite, huevo, sal, agua, cebolla, comino y sobre todo el limón son los ingredientes de uno de los platos más típicos de Alcázar de San Juan. 


Como un auténtico guardián del sabor, el queso manchego, con su Denominación de Origen, es el orgullo de estas tierras. Cada cuña guarda el pastoreo de las ovejas, el oficio de los maestros queseros y el carácter de un paisaje único. Acompañado de miel o frito en aceite, es un tributo a la paciencia.
El pisto y el asadillo, aunque hoy se sirven en mesas elegantes, nacieron en las cocinas de las casas de labor. Son el homenaje a la huerta manchega, donde el tomate, el pimiento y el aceite de oliva alcanzan su máxima expresión sin artificios.  La caldereta de cordero, en cambio, huele a fiesta. A Navidad, a bodas, a reuniones donde el sacrificio de un animal era celebración. Su carne tierna, cocida a fuego lento, es un abrazo de tradición.


Aunque de tradición saben en el convento de Santa Clara. Como siempre hacen, con mimo, paciencia y mucha dedicación, dan esa nota dulce que hace que cada paseo por delante de sus dependencias sea una oda a los aromas suaves y delicados. Parece ser que estas tortas renacen de unos bizcochos llamados de La Concepción, y que tras unos cambios en la receta dieron lugar a estas famosas tortas, tanto que incluso eran consumidas por la familia real, Isabel II fue la primera en probarlas y luego encargadas para el resto de la familia real. Con su leche perfumada de canela y vainilla, lleva el sello de las monjas clarisas. En su sencillez —huevos, harina, aceite— se esconde el secreto mejor guardado de Alcázar: que lo humilde puede ser sublime.
Si hay un ritual que pervive en Alcázar es el tapeo, un ritual que une. Ir de tapas por Alcázar no es solo comer: es compartir. Pararse en una taberna, pedir una tapa de queso con un vino joven, probar las tortas de Alcázar recién hechas… Es la manera de entender que aquí, la gastronomía no se vive: se siente, se celebra en cada casa, con familia, con amigos, dedicando tiempo sentados a una buena mesa, celebrando momentos únicos.


El verdadero souvenir de Alcázar no cabe en la maleta. Es el recuerdo de un atardecer entre viñas, el aroma del pisto recién hecho, el sabor del queso que derrite el paladar. Es saber que, en cada bocado, uno ha tocado el alma de La Mancha. Porque en este rincón de España, la tradición no se conserva en museos: se cocina, se sirve y -sobre todo- se vive.
 

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